02 noviembre 2008

Capítulo XXVIII: El lenguaje de las señas

Aplanando las calles de Ancud conocimos algunos turistas que sintonizaron plenamente con nosotros. Y era que no, si también eran cicloturistas. Yo creo que sólo por eso sintonizamos, ya que de todos los que vimos ningunos hablaba español y el precario inglés que aprendí en el colegio (estoy seguro que debí haber repetido de curso por este ramo) de nada sirvió ante un par de alemanes y un suizo. Carlos con una personalidad y un ingenio impresionante me hizo una seña y me dijo “déjamelo a mí”. Pensé que comenzaría a hablar algún idioma afín con nuestros nuevos amigos, pero nada. Comenzó a mover los brazos, a aletear como pájaro y moverse como simio, al tiempo que lograba desatar las carcajadas de nuestros nuevos amigos. Carlos, sacando pecho, me señala que ya se estaban entendiendo y que los tipos eran muy simpáticos. Yo la verdad es que lo puse en duda, y a juzgar por la cara de los tipos, diría que se estaban riendo de Carlos por lo estúpido que parecía moviéndose de lado a lado. Esto pudo ser simpático, pero Carlos se creyó el cuento y cada vez que aparecía un gringo (aunque en realidad bastaba con alguien rubio, aunque fuese de peluquería) se comenzaba a mover como simio discurseándome sobre el lenguaje universal de las señas. Yo creo en las señas como una forma universal de comunicarse, pero a Carlos, claramente no le estaba resultando.

Ante el espectáculo de Carlos, tuve que tomarlo de un brazo y enérgicamente solicitarle seguir camino a Castro, ciudad ubicada en la mitad de la Isla de Chiloé. Estábamos a medio camino cuando al frente nuestro se observa una pareja de cicloturistas en la misma dirección nuestra. Yo ya no quería saber nada más de señas, pero no alcancé a decírselo a Carlos cuando ya le habíamos dado alcance a la pareja y Carlos saltaba sin ningún sentido a orillas del camino. Sólo podía poner cara de “lo siento, no es mi culpa”. La pareja estaba atónita, no atinaba a decir nada y la comunicación no fluía. Entre toda esta confusión, pude darme cuenta el esfuerzo que hacía él llevando en su espalda a su pequeña hijita de tan solo unos meses y el por qué se encontraban detenidos. Mientras Carlos saltaba y gimoteaba, la señora buscaba entre sus cosas una mamadera, agua que llevaba en un termo y la leche que necesitaba el bebé. Yo estaba impresionado, el esfuerzo que estaban haciendo y lo aguerrida de su actitud me hacían sacarme el casco ante ellos.

Una vez que el bebé se terminó de hidratar como buena deportista, todos estábamos en condiciones de seguir el viaje. Yo algo raro notaba en ellos, como que a ratos me había parecido oír palabras en un muy perfecto español, por no decir chileno. No quise pasar por alto ese detalle:

- ¿De dónde son? – les pregunté sin rodeos.

- Puerto Montt.

- Que bien, son los primeros chilenos que nos topamos en esta isla. Debo felicitarlos por su hazaña. Yo dudo mucho poder andar con un bebé en la espalda – expresé alegre y sincero.

- Es cierto, es algo un tanto sacrificado, pero el amor por el ciclismo hay que transmitirlo desde la cuna – nos señalaron sonrientes.

- ¿Por qué no nos habían hablado durante este rato?

- Porque el señor nos dio un poco de susto, pensamos que le estaba dando un ataque epiléptico.

Al oír sus palabras, miré a Carlos y no pude más que largarme a reír, risa que se contagió a todos incluida Matilda, cómodamente apoyada en la espalda de su padre.

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