15 octubre 2008

Capítulo XXVII: A la Isla Grande de Chiloé

Dejando la nostalgia de lado, amanecimos con el mismo entusiasmo que teníamos hace un mes atrás antes de salir de Santiago. Estábamos alegres, queríamos conocer la ciudad para ya en la tarde pedalear a la Isla Grande de Chiloé.

Recorrimos lentamente las calles de Puerto Montt dirigiéndonos al sector de Angelmó. Como el presupuesto era escaso sólo nos paseamos por las afueras de restoranes y puestos de “variedades y recuerditos”. Pero como también debíamos alimentarnos, compramos en la caleta algunos mariscos que preparamos en la costanera de la ciudad con la hermosa vista a la espectacular regata que se corría en ese momento. La verdad es que el almuerzo estuvo muy bueno y energizante. Yo sentía algo rico que me recorría el cuerpo y me daban ganas de pedalear y pedalear, Carlos decía que ese efecto se llamaba afrodisíaco y que algún día lo llegaría a entender.


Aprovechando este ímpetu por pedalear, comenzamos a dejar atrás la ciudad para acercarnos a Pargua, lugar de embarque hacia la isla.


Cuando aún las energías no amainaban, vislumbramos en el frente dos ciclistas del sexo opuesto deseando un sorbo de agua. Llegamos oportunamente y comenzamos un amistoso diálogo que nos llevó hasta sus hogares. Carlos estaba radiante, no sé si por los mariscos, las chicas o ambas cosas. Hermosas y de pronunciadas curvas eran las lomas que circundaban Panitao Alto, nombre del pueblo donde vivían las chicas. Desde allí se divisaba a lo lejos la ciudad de Puerto Montt.


Carlos quería quedarse en ese lugar aprovechando la calidez del recibimiento, pero yo impacientemente comencé a apurar nuestra partida para llegar de una buena vez a la isla. A regañadientes Carlos se subió a su bicicleta, se despidió de las chicas y un par de horas más tarde ya estábamos a bordo del trasbordador.


Con tanta vuelta, desvío y vida social se nos había hecho de noche. Los trajes de ciclistas apenas servían para contrarrestar el fuerte viento helado que azotaba la cubierta del trasbordador. Los lugareños se reían de nosotros al ver nuestra piel erizada y los mocos que salían y salían sin interrupción. Yo no sé que le encontraban de chistoso, si para nosotros era una gran desgracia, incluso Carlos parecía alcohólico con la nariz roja, algo así como Rodolfo el reno.


Al desembarcar y pisar por fin suelo chilote, le cuento a Carlos, sin darle mucha importancia, que era posible haber cruzado el canal de Chacao al interior de la cabina de la barcaza que se encontraba bastante más abrigada. Carlos me plasmó una mirada seca en la que entendí que mi comentario no había sido muy feliz. Sólo atiné a decir “lo siento, es que pensé que querías ver el paisaje”, paisaje por cierto oscuro y donde apenas se lograba divisar el agua que cruzábamos. Carlos debe haber deseado estar bien abrigado en Panitao Alto sin tener que depender de mis desaciertos.


Pero bien, como dice el dicho “al mal tiempo, buena cara”, y bien buena cara que debíamos tener, ya que sumado al frío reinante se aproximaba un temporal que seguro duraría toda la noche.


1 comentario:

Anónimo dijo...

pobre chico...que sacrificada ha sido su vida.....todo este viaje se parece mucho a un caballero andante pero en bicicleta

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.