15 noviembre 2008

Capítulo XXIX: La triste noche que derrumbó la Travesía

La noche se hizo eterna desde el momento en que decidimos pedalear en la oscuridad. Pedalear de noche no era nuevo en esta travesía, aunque ahora las condiciones eran bastante particulares. La luna llena estaba vacía, la berma ausente, el pavimento resquebrajado y con profundas grietas, las luces sin pilas y Carlos sin paciencia. En resumidas cuentas, las condiciones distaban mucho de ser las óptimas.

Un pequeño foco que logró sobrevivir con batería desde Santiago a Chiloé era todo lo que teníamos para guiarnos en el camino. Con Carlos respirando en mi oreja continuamos rumbo al sur. El silencio se instaló entre nosotros, olvidándonos por completo el uno del otro. Pasaron los kilómetros y en el instante en que le quise hablar, ya era demasiado tarde. Carlos no se veía por ninguna parte, cada uno se encontraba perdido en el medio de la isla sin saber la distancia que nos separaba. Lo único que nos diferenciaba era el pequeño foco que aún tenía en mis manos.

Mi entorno estaba en la más absoluta quietud, un hoyo negro era lo único que se distinguía al final del camino y las horas transcurrían sin siquiera notarlo.

Sentado en medio de la nada extrañando profundamente a mi compañero se me pasó gran parte de la noche. Mirando aquel hoyo negro al final del camino, finalmente logré distinguir un pequeño brillo acercarse hacia mí. Pensé que era fruto del sueño que me estaba consumiendo, pero no. Pasado unos eternos minutos, Carlos llegó a mi lado. En su cara se reflejaba cada hoyo y cada una de las grietas que no pudo sortear por la falta de luz.

Yo estaba feliz por volver a encontrarme con él, pero al mismo tiempo preocupado por su reacción, ya que no era capaz de emitir comentario. Sus ideas y sentimientos debí buscarlos en su rostro. Se veía enojado y muy adolorido. Poco a poco comenzó a quejarse del dolor en las muñecas, los riñones, la espalda completa y el trasero. Yo estaba íntegro ya que había logrado esquivar los baches del camino, pero debí fingir alguna dolencia para hacer causa común con él y así evitar que su enfado aumentara. Pero eso no era todo, ya que transmitía una profunda tristeza que no lograba entender.

Buscamos un lugar para armar la carpa y dormir lo que restaba de la noche, que a esas alturas ya no sabíamos realmente cuanto quedaba, me sentía en medio de un túnel del tiempo del cual no sabía como salir.

Cuando ya nos disponíamos a dormir comencé a sentir un murmullo. Pensé que Carlos estaba rezando, pero pronto recordé que era ateo. Puse atención y escuché como Carlos, hablando en sueños, relataba su amarga experiencia:

- Pedalea despacio, no olvides que tú eres el ser iluminado de esta noche. Yo iré pegado a ti y deberás avisar cuando aparezcan los hoyos. Felipín no te apures tanto, me duelen las piernas, no te puedo alcanzar, no puedo gritarte ya que estás muy lejos y me falta el aliento… ¡Felipín! Mientras desaparecía mi estrella fugaz, los golpes que me daba el camino comenzaban a martirizarme. ¡Ya no aguanto, me duele!

Me embargo una profunda pena el oír su historia. Me sentía el responsable de sus tormentos por lo que estallé en un desconsolado llanto. Al despertar debía disculparme con Carlos y lo haría llevándole desayuno al saco de dormir.


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