15 septiembre 2008

Capítulo XXV: Nirvana, sitio al que no fui invitado

Despertamos a pocos kilómetros de la ciudad de Osorno por lo que rápidamente estábamos tomando desayuno en su plaza de armas. Tranquilamente paseamos por sus calles impregnadas de ese olor a leña tan característico del sur de Chile. La mañana estaba fría, las chimeneas humeantes y el cielo cubierto en un tono gris que no dejaba pasar los rayos solares. Entre tanta vuelta fuimos a dar a la “Feria Libre El Rahue”, suerte de mercado que vendía de todo lo imaginable para comer. El fuerte color de sus frutas y hortalizas le daban la alegría que le hacía falta a aquella mañana. Compramos frutas, queso, concentrado de jugo y un sinfín de cosas que apenas pudimos guardar.

La salida de Osorno fue en dirección al lago Llanquihue, exactamente hacia el pintoresco pueblo de Puerto Octay.

Ya en Puerto Octay le comento a Carlos que de acuerdo a la hora y los kilómetros faltantes, estábamos de suerte. Al menos así lo pensé yo. Le dije que estábamos justo en la fecha en que se celebran las tradicionales “Semanas musicales de Frutillar”, pueblo situado también en la orilla del lago. Con esta noticia creí haber dado un golpe anímico a la Travesía que nos llevaría a vivir una de las experiencias más inolvidables de este viaje, al menos desde el punto de vista cultural y social. Pero me equivoqué rotundamente.

Carlos se mantuvo en silencio contemplando la vista al lago. Yo estaba muy ilusionado con oír algo de música y más aún en aquellos hermosos parajes. Según mis cálculos debíamos partir después de almuerzo rumbo a Frutillar si queríamos llegar al concierto. Llegado el momento, Carlos se mantuvo en silencio y sin siquiera hacer un gesto que indicara que estaba dispuesto a partir. Cuando por fin nos pusimos en marcha y sin diálogo de por medio, me percaté que mi compañero no tenía intención alguna de apurar el paso, cosa que quedó en evidencia al momento de salir de Puerto Octay a través de una cuesta que el muy cretino la subió a pie.

El trayecto se transformó en todo un parto. Yo intentaba ponerme frente a él para cortarle el viento y marchar más rápido, pero se quedaba atrás sin mediar esfuerzo alguno por apurarse. Intenté en reiteradas oportunidades preguntarle que le ocurría, pero el silencio seguía presa de él. Yo estaba cayendo en la desesperación, quería zamarrearlo, cachetearlo e incluso botarlo de la bicicleta con tal de que reaccionara. Mi compañero literalmente se amurró y ni el más delicioso de los caramelos lo hubiese sacado de ese estado. Poco a poco comencé a renunciar a mis “Semanas musicales de Frutillar”.

Al llegar a Frutillar la música ya iba en retirada. Fue en ese instante cuando se me ocurre invitar a Carlos a comer kuchënes, alfajores y otras cuantas delicias alemanas, por cierto, características de la zona. Mágicamente, al igual que un niño que recibe un helado, Carlos me volvió a hablar, se reía y todo había vuelto a la normalidad. Por fin pude escuchar las respuestas que en una tarde completa de pedaleo en el más absoluto silencio había alcanzado a imaginar. Simplemente Carlitos no quería ir a escuchar música y entró en un transe de meditación al que, por supuesto, no me invitó. El pelotudo no fue capaz de decírmelo a la cara y por lo tanto debí aguantar toda una tarde de impotencia y lucha contra un ser que no se encontraba en esta tierra, sino que en el lejano nirvana.


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