15 agosto 2008

Capítulo XXIII: Tirando el poto pa' las moras

Rápidamente huimos de nuestro camping, ya que a no más de tres metros había un cartel que decía: “Prohibido acampar”, cartel que con la oscuridad de la noche no vimos o no quisimos ver.

Al desayuno habitual le agregué un sándwich de pan amasado que teníamos hace algunos días junto a un queso que ya pedía a gritos ser afeitado. El pan lo encontré algo pesado, duro y con un leve sabor a rancidez, pero no le hice caso y me lo comí todito.

El camino era muy bello y agradable, potenciado por la suavidad del asfalto. Bosque nativo, bandadas de pájaros, moras por doquier y muy poco movimiento eran los ingredientes adecuados de la ruta que nos llevaba a San José de la Mariquina.

Sin embargo, no alcanzamos a andar media hora cuando una indigestión fulminante se apoderó de mí. Ese desayuno tan especial me estaba pasando la cuenta. Intentaba apretarme contra el sillín pero nada daba resultados, por lo que a la orilla del camino debí tirar, por primera vez en el viaje, el poto pa’ las moras. Era horrible, mi organismo se estaba descomponiendo, el vaho pestilente me tenía lleno de moscas y más encima debía hacer malabares para no perder el equilibrio y caer sobre las zarzamoras. Carlos miraba con incredulidad la palidez de mi cara al incorporarme. Sólo lo miré, tragué saliva y continuamos.

A San José llegamos sin antes detenernos dos veces más por mis problemas estomacales. Comer se había transformado en un verdadero desafío, debiendo controlar la nutrición y el control de la indigestión. Galletas de soda, sémola sin salsa y mucha agua fue mi dieta en dicho lugar. Pero al mal tiempo buena cara, y seguimos rumbo a la ciudad de Valdivia.

A una hora de pedalear, mi estómago dijo no más, debiendo parar nuevamente en medio del camino para desocupar lo poco y nada que había en mis intestinos. Era algo demasiado desagradable. El camino por el que transitábamos sí que tenía una alta afluencia de público y, cuando creía que nadie me veía, pasó frente a mis ojos un bus lleno de turistas que tomaban fotografías a destajo al nativo de la zona que se encontraba desnudo y en cuclillas pregonando a algún Dios. Ese nativo por supuesto que era yo y la verdad es que sí estaba invocando a algún Dios que me daba lo mismo el que fuese, con tal de que detuviese mi indigestión.

El hecho de saber que las exquisitas galletas de soda pasan como si nada por mi organismo y el dinero con el que las compro pasa como si nada por mis manos, acentuaba mi dolor de estómago.

Después de corroboran que quedan algunos vestigios de la existencia de cisnes en la zona, llegamos a la ciudad de Valdivia. Nos alojamos en un camping con al menos la comodidad de un baño. De hecho fue lo primero que visité al llegar al lugar. Al regresar a la carpa, Carlos me tenía preparado un ungüento, unos aceites y unas cosas raras que debí tragar para tranquilizar el demonio que tenía en mi interior, como él lo había graficado. Después de unos conjuros extraños que lo hicieron poner los ojos blancos, dio por finalizada mi curación indicando que sólo debíamos esperar.

A medianoche visité el baño expulsando todo el demonio líquido que quedaba en mi cuerpo, sintiendo un alivio y una sensación de no tener que tirar más el poto pa’ las moras en lo que quedaba del viaje.


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