01 agosto 2008

Capítulo XXII: A la vuelta 'e la loma

Según el mapa, no debíamos estar muy lejos de nuestro próximo destino: Mehuín. Para nosotros era muy importante llegar a este pueblo, ya que dada las condiciones físicas de nuestros cuerpos y las condiciones imperantes del camino, decidimos cambiar en parte la ruta llegando hasta allí nuestro peregrinar por caminos de ripio. En más seguiríamos por asfalto.

Nuestro despertar en Nueva Toltén fue bastante tranquilo. No teníamos apuro, sólo restaban un poco más de treinta kilómetros para llegar a Mehuín. Por la mañana nos dedicamos a labores domésticas como lavado de ropa y un buen almuerzo, aunque debo precisar que el “nos dedicamos” suena a manada, ya que el único que lavó y preparó almuerzo fue Carlos. Yo iba a comprar, tomar fotografías y disfrutar del río.

Finalmente comenzamos el pedaleo. El camino estaba igual de malo que muchos de los anteriores. Sumando además el maltraer de nuestras espaldas y riñones, los pocos kilómetros que quedaban se hicieron realmente una tortura.

Después de un buen rato pedaleando en absoluto silencio, escuchando tan solo el ruido del mar que suponíamos se encontraba al otro lado de un bosque de pinos que se cruzaba en nuestro horizonte, llegamos a una pequeña caleta con una hermosa vista al océano, que encajonada entre cerros contenía al río Queule, dicho sea de paso, mismo nombre de aquella caleta.

Todo marchaba bien, salvo porque no lográbamos vislumbrar el camino que nos debía dejar en Mehuín. Sólo se veían roqueríos y un impresionante acantilado en dirección sur que me indicaban únicamente dos opciones: nadar o volar. Comenzamos a preguntar como llegar a Mehuín y reiteradamente nos respondían: “lo siento no soy de acá”. Esta respuesta la había escuchado en más de alguna oportunidad, pero nunca pensé que en una diminuta caleta, donde seguramente no había más de un par de caminos, la gente no supiera donde se encontraba parada. Ni que hubiesen llegado por teletransportación.

Finalmente dimos con alguien que sí sabía como guiarnos y tal como lo temía, Mehuín tan solo se encontraba “a la vuelta ‘e la loma”. Deberíamos escalar esos cerros por una corta pero empinadísima cuesta que subía el cajón. Con el atardecer frente a nuestros ojos, comenzamos un lento y esforzado pedaleo. Lo que vimos arriba de la cuesta era impresionante. Teníamos toda la costa ante nuestros ojos, podíamos ver las olas romper contra el acantilado y el sol ocultarse en el horizonte. Mehuín se divisaba a los pies de la cuesta por lo que nos quedamos un buen rato contemplando ese hermoso paisaje. En ese momento respiré aliviado pensando en que todo esfuerzo bien valía la pena.

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