01 julio 2008

Capítulo XX: Del paraíso al infierno

El camping Los Pinos era bastante agradable. Había una extensa playa protegida del viento y un balneario ideal para aplacar el calor. Por ello y por el sentimentalismo que provocaba en Carlos el lugar, decidimos disfrutar del día haciendo actividades diversas.

Cuando el tiempo sobra y el aburrimiento comienza a dominar la jornada, las tonteras tienden a brotar. Es así como en un acto de desenfreno, tomé la “Bleu” y comencé a circular por la orilla del agua. Se sentía agradable y a la vez era muy entretenido. Sin embargo, no sólo el agua golpeaba a la “Bleu”, sino que una cantidad considerable de arena lo hacía también, por lo que una vez finalizado el paseo, tuve que hacer una limpieza en profundidad.

La limpieza fue una verdadera proeza. Como si fuera poco, al sacar una de las ruedas, se me soltó el resorte del bloqueo, cayendo en la arena de color negro, mismo color del resorte. Si sacar arena era un reto de proporciones, encontrar el resorte lo era aún más. Junto a la ayuda de Carlos, nos pusimos los dos en cuatro patas a buscar el recondenado resorte, teniendo la precaución de no mover mucho la arena, ya que era muy probable que se enterrara y no viera nunca más la luz. Ese resorte debía aparecer a como diera lugar, ya que sin él no podríamos seguir. En ese momento comencé a valorar las cosas que uno cree insignificantes en la vida, como un diminuto resorte. Finalmente apareció.

Luego de tan agotadora tarea, me puse a dormir una siesta. Al despertar todo había cambiado. Sentí haber despertado en otro lugar.

El lugar estaba poblado de veraneantes que esperaban pasar el fin de semana junto a nosotros. Nuestros vecinos más inmediatos tenían un gran revuelo. Era una familia de por lo menos diez personas, que viajaban en camión y traían consigo su tierna mascota que balaba sin cesar.

Arriba del camión había de todo. Camas, colchones, televisores y de seguro hasta una plancha era posible encontrar. Y eso que era sólo por el fin de semana. De seguro que poseían alma de gitanos. Ellos venían preparados a pasarlo en grande, cosa que nosotros no veíamos con buenos ojos ya que al parecer la noche estaría movida.

Y así fue. Con Carlos poco a poco comenzamos a sentirnos miembros de la familia. Nuestra diminuta carpa era parte del círculo que ellos utilizaban para sus desplazamientos. Asomábamos la cabeza por la puerta de la carpa y nos encontrábamos rodeados de botellas de cervezas y con el calor de la fogata golpeando nuestras caras. Ya no teníamos privacidad y mucho menos tranquilidad. Era una situación angustiante. No pudimos pegar un ojo durante toda la noche intentando afirmar los borrachos que se venían encima de nuestra carpa. Pero lo verdaderamente traumático de aquella noche fue el espectáculo que presencié entre sueños.

Salía de la carpa con intenciones de ir al baño y ahí estaba el macabro hecho, frente a frente me topé con el cuerpo del delito y un enorme charco de sangre que intentaba ser absorbido por la arena. En posición horizontal, atravesado por un fierro y abrigado por el calor de las brazas que estaban bajo él, yacía Juan Manuel, como había oído llamarlo. La mascota de los vecinos con la que tanto había simpatizado se encontraba a pedazos sobre los platos en la mesa. Lloré desconsoladamente lo que quedaba de la noche. El pequeño corderito había dejado de balar.


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