16 junio 2008

Capítulo XIX: El eslabón perdido entre el peatón y el vehículo

Despejando todos mis temores, logramos amanecer sanos y salvos y sin haber recibido ningún tipo de visita nocturna.

El sol brillaba con fuerza, pese a lo inestable que estaba el tiempo. A ratos llovía, al subir una cuesta entrábamos en una espesa niebla y al bajarla el sol nuevamente comenzaba a quemar. Nunca logramos acertar si debíamos abrigarnos o andar ligeros de ropa, lo cierto es que siempre anduvimos hechos sopas, ya sea por la lluvia o por la transpiración condensada. El camino no era mucho mejor. El ripio era durísimo, con unos bolones realmente enormes que nos hacían transitar con la dirección a la deriva. Este hecho me tenía extremadamente asustado, ya que al acercarse una bajada no podía evitar recordar el accidente sufrido en el sector de “Las Lomas”. Lentamente fuimos avanzando por un infernal camino. Mis riñones los llevaba en la mano y de seguro que si tenía algún cálculo, éste ya se encontraba hecho puré. Pese a todos los inconvenientes, era inevitable no poder dejarse maravillar por el hermoso paisaje que nos rodeaba, con bosques autóctonos y colores francamente vírgenes.

Ya nos encontrábamos en la mitad de la mañana cuando unos carteles naranjos advertían la presencia de trabajos en la vía. Los carteles indicaban un desvío hacia el pueblo de “Trovolhue” que nos retrasaría considerablemente y quizás nos haría demorar un día más en llegar a Puerto Saavedra, lugar que nos habíamos fijado como meta para ese día. No había a quien preguntar y lo peor de todos era que el corte del camino era unos buenos kilómetros más adelante. O sea, debíamos escoger y cualquier error nos haría retrasar el viaje y, lo peor de todo, seguir en ese angustiante camino. Preferimos seguir y ver que pasaba más adelante, total si pueden pasar peatones, nosotros también. La interrogante era, ¿si los peatones tampoco podían seguir?

Después de un par de horas de pedaleo llegamos al lugar de los trabajos viales y nuestros peores temores se hicieron realidad: los peatones tampoco podían seguir, el trabajo consistía en la construcción de un puente que en esos momentos no existía. Miré a Carlos y me puse a llorar. No lo podía creer, nuestra única alternativa para seguir era nadar con las bicicletas sobre nuestras espaldas. ¿Era posible? Resignadamente movimos la cabeza con desaprobación.

Conversando con los trabajadores, nos cuentan que la balsa estaba mala y por eso era el desvío de vehículos, pero que los peatones los cruzaban en un pequeño bote a remos. La duda era saber si nosotros éramos vehículos o no. Nuestras hibridas bicicletas representaban el eslabón perdido entre lo humano y la máquina. Entre tiras y aflojas y una convención para decidir si estábamos en el rango de peatones o vehículos, dio lugar a una votación entre todos los trabajadores quienes decidieron en forma unánime que nos cruzarían el río, simplemente porque les caímos en gracia. Yo creo que se conmocionaron al ver a un abuelito en tan mal estado arriba de una bicicleta y ver mi llanto ante la frustración del puente inexistente.

El cruce no fue menos dramático. El agua casi entraba al interior del bote y la corriente por poco nos va a dejar directo al mar. Pero lo importante es que logramos estar en la otra orilla con una sonrisa de oreja a oreja.

Carlos me tenía cansado con sus maravillosos comentarios de Puerto Saavedra, por lo que mis expectativas eran bastante altas. Al entrar al pueblo, mi desilusión fue total, cosa que debí ocultar. A Carlos le corrían las lágrimas de la emoción. Algo, que nunca supe, le traía muy buenos recuerdos. El pueblo era sencillo y sin gracia.

- ¿Te gusta? – me pregunta Carlos, muy emocionado.

- Sí, es muy bello – debí mentir, para no matar la alegría que le provocaba el lugar.

- Que bueno – me dice – Creo que nos quedaremos acá un par de días.



No hay comentarios.:

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.