01 junio 2008

Capítulo XVIII: En tierra de nadie

Después de un día lleno de historia, amanecí con una gran inquietud por averiguar más de ella y conocer las tierras que por años habitaron los mapuches. Quidico fue la primera caleta que visitamos con la finalidad de reabastecer provisiones. En este lugar nos abordó un franchute con aires de superhéroe, para darnos la tremenda lata de lo que es viajar. Yo quería irme, pero la lata seguía y mi compañero que se cree con tanta personalidad, no fue capaz de cortar la conversación, o mejor dicho el monólogo de aquel senil francés. Nos bombardeó con historias; primero recorrió Sudamérica y luego le pidió a no se quien que le encontrara un lugar en no sé dónde hasta que terminó viviendo en Quidico y de paso, demorando nuestro viaje. Sinceramente, el tipo era de lo más aburrido que había.

Después de un par de horas nos deshicimos del francesito y seguimos rumbo a Tirúa, disfrutando los últimos kilómetros sobre el asfalto. Almorzamos en la desembocadura del río Tirúa disfrutando de los últimos rayos del sol que se comenzaban a ocultar entre las nubes.

Antes de salir, creímos necesario informarnos con carabineros sobre el camino y cosas varias. Carabineros de Chile no podían creer que nosotros, en bicicletas, quisiéramos meternos a tierras mapuches. En pocas palabras nos sugirieron que regresáramos (como si fuese tan simple desandar kilómetros y kilómetros en bicicleta), ya que la cosa estaba complicada. Nos confesaron que soberanía en esas tierras era como hablar de fantasías. Como ejemplo nos contaron que hacía una semana les habían volcado una micro, hecho que escuchamos con bastante incredulidad. Nos aterrorizaron con maltratos a los turistas y con paga de peaje. Esto daba más miedo que la casa del terror, pero con Carlos nos miramos y comprendimos que devolvernos no era parte de nuestros planes. Nos despedimos con una sonrisa, agradeciendo la buena onda. El viaje seguiría por tierras difíciles y ahora sí que había que tener agallas.

A medida que subíamos una cuesta interminable sobre el ripio, una densa bruma comenzaba a calar hondo en los huesos, nublando la vista y congelando los pensamientos. Cada mapuche en el camino me hacía temblar y a duras penas salía un forzado saludo. Mi temor era evidente. Carlos se mantenía sereno y forzaba una sonrisa al observar mi afligido rostro. La tétrica niebla comenzó a dar paso poco a poco, a una llovizna que con el correr de la tarde se transformó en una lluvia de proporciones.

Seguimos pedaleando hasta que la bruma abrió paso a un escenario que nada tenía de amigable y que mis ojos se resignaban a creer: un camión de quizás que forestal, completamente quemado y cruzado en el desolado camino. Al parecer los carabineros no mentían y nosotros nos encontrábamos inmersos en un verdadero campo minado.

Acampar sería una gran prueba de valor. En eso estábamos, cuando poco antes de ingresar a la carpa, un joven mapuche nos saluda.

- ¡Buenas tardes! Hace frío… – nos dice.

- Bastante – responde Carlos.

- ¿Tienen un cigarrillo?

- Lo sentimos, pero no fumamos.

- No importa. Espero que amanezcan… bien. – se despidió mientras hacía galopar su caballo.

La verdad es que no le creí mucho eso de que no le importaba. Yo tenía una paranoia tremenda y temía que en la noche regresara por sus “cigarrillos”.

Si ayer recorrimos parte de la historia mapuche, hoy había sido el momento de vivir su presente.

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