01 marzo 2008

Capítulo XII: Por nuestra seguridad

El camino largo era por la ciudad de Tomé por donde deberíamos atravesar numerosos cerros. El camino corto era por la autopista del Itata, autopista de máxima velocidad y sin grandes subidas, por lo que la decisión se inclinó por esta última vía.

Después de doce kilómetros pedaleando se cruza en nuestro camino el peaje que nos daría el pase a la autopista.

De lejos pudimos apreciar a un hombrecillo saltando y agitando efusivamente los brazos. Pensé que esa era la bienvenida a una autopista de máxima velocidad, estaba emocionado.

- No pueden pasar – dijo aquel hombrecillo, al tiempo que vitoreaba por un trasmisor una señal de alerta por los intrusos que intentaban amedrentarle.

- ¿Y cuál es el motivo? – preguntamos con incredulidad.

- Es por su seguridad.

- De qué seguridad me habla, si vamos por la berma, lejos de las pistas, no molestamos a nadie, las rutas son bienes públicos…

En el momento en que dije eso, el hombrecillo se enfureció y señaló en forma categórica,

- ¡La autopista no! No pueden seguir y punto – cerró la ventanilla de su sucucho y dio por finalizada la discusión.

Después de la discusión, lo único que logramos obtener fue el enfado del hombrecillo y la patrulla de la concesionaria al otro lado del peaje esperando por nosotros. Así que “por nuestra seguridad” debimos esperar pacientemente a que alguien nos quisiese llevar, ¡y con bicicletas incluidas!

Finalmente logramos después de varias horas, subirnos arriba de una camioneta. Ya estábamos arriba cuando el conductor nos dice que no nos apoyemos en la parte posterior porque estaba mala y se podría abrir, con la consecuente desgracia para nosotros. Nos pidió que nos afirmáramos, añadiendo con una irónica sonrisa, “disfruten el viaje”. La verdad es que ya no estaba disfrutando de nada.

A exceso de velocidad irrumpimos en la autopista. Tocando la bocina y con el acelerador a fondo nos fuimos abriendo camino. Nosotros intentábamos afirmar las bicicletas, pero con dificultad lo hacíamos nosotros, por lo que sólo nos quedó encomendarnos a algún ser supremo. Felizmente la ciudad de Concepción apareció ante nuestros ojos antes de lo esperado. Entramos en la ciudad y rápidamente salimos de ella, la camioneta no se detuvo en ningún minuto y nosotros continuamos en viaje. No sabíamos que estaba pasando, me sentía secuestrado y temía aparecer en las crónicas rojas del día siguiente. Seguimos arriba del vehículo cruzando sitios baldíos y golpeando desesperadamente el techo de la camioneta intentando detener al alocado conductor. Todo terminó en San Pedro de La Paz, y con la misma irónica sonrisa de siempre, nos preguntó, “¿Disfrutaron el viaje?” Sólo lo miré, me subí a mi bicicleta y exclamé un “gracias” por simple formalidad. A Carlos lo miré y le comenté, “y todo, por nuestra seguridad”.

De regreso en Concepción, me comuniqué con la tía Juanita quién nos acogería por un par de días. Sentíamos que ya habíamos pedaleado lo suficiente durante casi dos semanas, por lo que nos merecíamos un descanso. Yo no la conocía, pero iba muy bien recomendado por mi padre. El recibimiento fue genial, cualquiera que hubiese visto la escena creería que era mi tía de toda la vida, de esas que sólo les faltó amamantar al queridísimo sobrino. Así es la familia y yo ya me sentía en mi casa.

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