Todos debemos partir
Mi abuelo agonizaba hace algunos meses, esperando aquella fría mañana en que su cuerpo dejó de respirar. Esa noticia estaba más anunciada que la llegada del año nuevo, pero era inevitable sentir pena.
Antes de iniciarse el sepelio, debía oficiarse una misa, como dicta la tradición. Para ser bien honesto, nunca vi en mi abuelo una devoción católica, aunque siempre de comportamiento intachable. Los que nos logramos reunir en la ceremonia no éramos muchos, incluso se formaba eco en la pequeña capilla donde se efectúo el velatorio. Pero mi abuela no andaba con chicas, pidió hacer la ceremonia en la iglesia de “Los Padres Domínicos de Recoleta”, algo pomposo y por cierto desubicado. Muertos de frío (que sarcasmo) y sin escuchar más que algunas frases rebotando por las paredes de la iglesia, llegamos al final del responso.
Comenzó la repartición de familiares para ir al cementerio. “Tú ándate con Pedro”, gritaba una tía, “a Marcelo le queda espacio para uno más…” y bla bla bla, aunque siempre se queda alguien a pie que termina dignamente disculpándose por no poder asistir al cementerio, ante la incapacidad de ser llevado por algún vehículo.
Yo estaba asegurado. La “Bleu” esperaba la partida. Le puse hasta un foquito para andar con luces encendidas.
Sale el cortejo y comienzo a pedalear entre el cordón de autos. Estoy seguro que el cretino de la carroza me tenía mala, ya que cada cierto rato aceleraba para pasar un semáforo, dejándome botado. Yo no sé si tenía pena por mi abuelo o rabia por el idiota que aceleraba a destiempo, lo cierto es que corrió por mi mejilla una solitaria lágrima que se confundió rápidamente con las gotas de sudor. Ya tenía las piernas acalambradas cuando súbitamente se detiene el cortejo, hecho que me tomó por sorpresa y que casi me hace entrar a la carroza a acompañar a mi abuelo. Estábamos frente a su casa y se hacía necesario que se despidiese de ella, que lo albergó por casi 60 años. Mientras él se despedía yo intentaba recobrar la respiración.
Ya en el cementerio todo fue un mar de lágrimas. Cuando bajan el cajón todo es terrible. Ni las lloronas fueron necesarias.
Camino a casa miles de ideas rondaron por mi cabeza. Cada flor que crezca en el jardín sembrado sobre él, me recordará su imagen, esperando que todos algún día lleguemos a su lado. Sé que mi abuelo de alguna parte me está mirando, y sé que, al igual que yo, él está muy bien acompañado, ya que la “Chanchi” que partió antes, no lo dejará nunca botado. La “Chanchi” estará a su lado en forma incondicional, cuidando de él mucho mejor de lo que nosotros lo hicimos en
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