¿Quién le teme al cuco?
Parecía un sábado más, sin nada que hacer, pero algo cambió. A eso de las 15:00 horas suena el citófono: eran dos amigos para invitarme a pedalear en dirección al sur de la ciudad. Era el momento apropiado para sacar a pasear por primera vez a la “Bleu”, la sucesora de la “Chanchi”.
Como buenos ciclistas que somos, almorzamos y ¡en qué cantidad! (casi quedé sin despensa, ni refrigerador) y salimos pedaleando por calle Colombia, cuando de improviso apareció un educado conductor (tipo chofer de la locomoción colectiva que maneja un metrobus), en una alocada carrera hacia quién sabe donde. Nosotros (los niños de ahora en adelante) marchábamos de dos en fondo y el tercero, un poco más adelante (muy ceñidos a la ley del tránsito). Debo suponer que no le caímos muy bien al chofer, o quizás tuvo algún trauma de pequeño con los ciclistas, pero lo cierto es que este individuo se abalanzó sobre nosotros, los niños, siendo arrinconados contra la cuneta.
No sé si era afortunado o no, pero uno de los niños era yo, Felipín Bombín, quien sin saber bien que hacer, seguí cicleando ofuscadamente detrás del señor conductor en busca de una conversación razonable que pudiera explicar las razones de su arriesgada maniobra. Alcancé al vehículo, pero me percaté que ante mi presencia el chofer comenzó a hervir, se puso rojo y le salía vapor de los oídos. Luego de tres acaloradas cuadras jugando al correcaminos, el chofer decidió detener su máquina para sentarse a dialogar. Como buen chofer, su mejor arma no fue la palabra, sino un amistoso fierro, de esos que uno no sabe dónde los guardan cuando pasan las revisiones policiales, que nos sonreía y anticipaba un poco civilizado final.
Como buen niño e ingenuo que soy, tomé en mis manos no la palabra, sino mi fiel amigo: el bombín, no sé bien para qué, pero lo tomé.
Como todo un caballero el chofer del metrobus se bajó y agredió mi bicicleta. Nadie sabe como, pero en un abrir y cerrar de ojos mis amigos se abalanzaron sobre ese criminal.
No tardé en averiguar para qué tenía el bombín en la mano. Lo utilicé como si fuera una batuta, ya que sólo dirigí la pelea. Los golpes no los daba, pero tampoco los recibía. Los pasajeros gritaban y defendían a mis amigos desde sus asientos. Una señora una tanto sobrepasada gritaba - ¡los niños! -, al tiempo que se desmayaba.
Logramos zafarnos de ese tipo, cuando de repente vi la solución: una patrulla de carabineros se encontraba en el lugar. Ágilmente me aproximé hasta ella para dar cuenta de la situación. Mi sorpresa fue mayor cuando me dieron una confiable respuesta: -¡Váyanse tranquilos chicos, nosotros iremos a la garita y le daremos un susto!- dijeron pícaramente.
Que eficiencia, no sé qué pretendieron, esconderse y aparecer de repente disfrazados de cuco o de guasones o de fantasmas en la garita... No sabía que la fuerza pública resolviera los problemas de una manera tan poco seria, casi infantil.
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