01 noviembre 2006

El Suplicio de una Tándem

Las vacaciones familiares están llenas de buenas intenciones, pero sin hermanos ni amigos, ni tampoco la "Chanchi", lo cierto es que llega un punto en que se transforman en una soberana lata.
En un día de paseo por un remoto pueblo encontré algo de diversión. En plena plaza había nada más ni nada menos que un local cuyo negocio era el arriendo de bicicletas. La verdad es que no se veían en muy buenas condiciones, incluso parecía que las lubricaban con aceite de motor, pero ante unas vacaciones tan aburridas, no dudé en arrendar una de ellas. Sólo había un inconveniente: la bicicleta que conseguí era una tándem para dos personas. La única persona que me podía acompañar era mi padre.
Rápidamente comencé a recordar que la última vez que papá había andado en bicicleta, por lo que cuentan las historias familiares, fue hace cerca de cincuenta años cuando iba de pasajero y metió una pata a los rayos, terminando de guata en un canal. Por mi cuerpo corrió adrenalina y mientras que mi padre sólo atinó a tragar saliva, al saber que sería el segundo pasajero de la tándem.
Comencé a pedalear; papá ayudaba súper poco. A medida que aumentaba la velocidad escuchaba el murmullo de unos rezos y unos gritos desesperados que decían "¡para hijo, por favor, más despacio!".
Yo tenía en mis manos la dirección y los frenos de la bici, y por cierto la vida de papá también.
Yo iba feliz, aceleraba más y más. Marchábamos por un camino de ripio donde la bici crujía por completo, cosa que también hacía papá.
Llegó el momento de regresar. Por ningún motivo iba a detener la bicicleta para ubicarla en dirección contraria, pues temía que papá no se volviese a subir y prefiriese regresar a pie. Haciendo malabares como equilibrista, logré dar la vuelta en un camino en extremo angosto y ante el refunfuño de ya saben quién.
Al regreso mamá esperaba pacientemente. Llegamos más sudados que caballo de bandido, yo por el pedaleo y papá por el nerviosismo, que además lo traía pálido y con tercianas.
En la noche, papá sólo se quejaba. Le dolía el trasero, la espalda, las piernas y las manos. Todo fue un fiasco para él. Mientras yo agradecía el paseo, papá juraba a los cuatro vientos que no volvería a subirse a una bicicleta por lo menos dentro de los próximos cincuenta años.

1 comentario:

Anónimo dijo...
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.