15 abril 2008

Capítulo XV: La recomendación de un lugareño

Con la idea de continuar nuestro descanso y nuestra patanería, creímos que ya era hora de mostrarnos al mundo en nuestras más sugerentes sungas en alguna concurrida playa de la zona.

Tomamos una micro hacia Tomé con la idea de bajarnos en cualquiera de las playas existentes en el camino. Le preguntamos al chofer por el mejor lugar para ir y nos indicó una playa que se veía calma, sin mucha gente y con excelente vista. Fue ahí donde nos bajamos, siguiendo los consejos de alguien que conocía el sector.

Ubicamos nuestras toallas y la mochila con el picnic para el almuerzo. El agua estaba un poco helada, pero sin mucho oleaje. Preferí tenderme al sol y esperar el bronceado adecuado para ir al agua. En eso estaba cuando Carlos se me acerca ofreciéndome almuerzo. Llevábamos pollito asado, huevitos duros y fruta. Sólo nos faltó el mantel a cuadros y el canasto para terminar de dibujar la típica escena idílica de las novelas. Cuando me disponía a poner mis dientes sobre ese pollito, el viento levantó una tormenta de arena que dejó mi comida negra como el carbón. En ese momento quise llorar, ya que el hambre se había agudizado y no había ningún lugar cerca donde comprar algo. La playa era agradable, pero estábamos aislados.

Con prolijidad fina, digna de un relojero, fui sacando grano a grano la arena. Sin embargo, ese trabajo no fue suficiente, ya que ante el primer mordisco la arena comenzó a crepitar incansablemente al interior de mi boca. Con resignación seguí comiendo, imaginando que el crepitar en mi boca no era otra cosa que la sal gruesa con que había aliñado el pollo.

Durante la comida, el viento comenzó a aumentar su frecuencia y velocidad, haciendo cada vez más desagradable estar allí. Estábamos solos en la playa y muy a lo lejos se divisaban quitasoles y niños corriendo por la arena. Después de meterme al agua, el frío se apoderó de mí haciendo tiritar mis piernas y poniendo mi piel “de gallina”. Me resistía a irme de la playa, por lo que seguí tomando sol más allá del bronceado requerido. Después de un par de horas, mi cuerpo estaba rojo y me ardía al sentir el golpeteo constante de la arena. No aguanté más, tome mis cosas y Carlos, que tampoco estaba muy feliz en ese lugar, aceptó sin dudarlo la propuesta a partir.

Salimos al camino a esperar locomoción. Pero nada. Pasaban llenas y no paraban. Así que empezamos a caminar por la playa hacia donde se veía la masa de gente, pensando que en ese lugar sería más fácil tomar micro. Mientras caminábamos, el viento iba disminuyendo y el calor comenzaba a aumentar. Al llegar a la concurrida playa pudimos notar la diferencia. No había viento, no hacía frío, la arena era fina y blanca y además había locomoción hacia Concepción. Ese lugar estaba encerrado por los cerros, creando un microclima ideal para pasar las tardes veraniegas. Definitivamente, nuestra decisión estuvo errada y la asesoría obtenida estuvo lejos de ser satisfactoria.

Ya era tarde y debíamos regresar a como diera lugar, ya que íbamos con la convicción de abandonar a la tía Juanita lo más temprano posible al día siguiente y continuar el pedaleo, ahora en forma definitiva y constante, hacia la ciudad de Puerto Montt.


No hay comentarios.:

 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.