15 enero 2008

Capítulo IX: En la noche todo se ve distinto, cuando se ve

La Trinchera es una caleta pequeñísima, que resalta principalmente por ser el comienzo de la carretera de la costa. El asfalto lo miraba con hambre de pedaleo, entusiasmado en seguir nuestro viaje después de una pequeña escala en el Hospital de Curepto. Pese a lo inhóspito del lugar, logramos conocer a un niño que de mecánica se las sabía todas, conocía los repuestos y las herramientas, pese a que en su humilde condición sólo estaba provisto de una sola de ellas: la imaginación. Es con ella que lograba hacer andar su bicicleta, la cual sin frenos ni cambios, rodaba sólo con una manito de pintura amarilla que lograba apenas esconder el óxido y la corrosión de los fierros producto del aire costero. En el horizonte se iba dibujando la sinuosa huella que dejaban las ruedas de su bicicleta sobre la arena de la playa.

Dejando atrás La Trinchera junto al niño de la bicicleta amarilla, por fin las ruedas comenzaban a girar sobre el asfalto. Era maravilloso. Camino nuevo y sin tráfico. Paisaje hermoso y sin ruido contaminante. Un par de pueblos en el camino, como Putú, Carrizal o Junquillar, íbamos despidiendo para imponernos en la gran ciudad de Constitución.

Constitución, es desilusionante. No es que fuese tan feo, ni que la mayoría de los veraneantes fuesen un lumpen que vagaban por la plaza a la espera del “carrete” “macheteando monedas”, ni que en medio de la ciudad se encuentren las contaminantes chimeneas de la celulosa Arauco y Constitución, ni que los camiones forestales invadan las calles con su alto tonelaje. Sólo fue que no simpaticé con esta ciudad.

Ni carpa ni campamento en ese lugar, por lo que el pedaleo debía seguir en la oscuridad de la noche. Las luces de las linternas eran el único apoyo visual, las que se tornaron escasas después de una sorpresiva curva en la que desaparecieron todas las rayas del camino, terminando súbitamente al otro lado de la carretera, a punto de caer de cabeza dentro de una zanja.

Continuamos bajo la oscuridad de la noche. A lo lejos fábricas humeantes en pleno trabajo. A lo cerca, nosotros en medio de esas fábricas. Nunca supimos como ingresamos, pero de repente nos vimos rodeados en un bandejón de aquella ciudad industrial. Los guardias corrieron tras de nosotros y las alarmas se activaron en todo el lugar. Las únicas que faltaron fueron las balizas y las sirenas.

- ¿Hacia dónde creen que van? – preguntaron los guardias, agitados de tanto correr.

- Para allá – dijimos temblorosos apuntando hacia el frente.

- Van en la dirección correcta, sigan derecho y que les vaya bien – dijeron los hombres tras inspeccionarnos cuidadosamente.

Después de todo ese alboroto, entendimos que no habíamos hecho nada malo. La carretera pasaba por medio del lugar, pero claramente pasada la media noche no esperaban a nadie y mucho menos a un par de ciclistas. Me quedé con la sensación que algo truculento se fraguaba al interior de esas fábricas por el putrefacto olor que expelían sus chimeneas.

Sin más, era hora de dormir. Nos alejamos de las chimeneas humeantes y al otro lado de una cerca y en medio de plantaciones de pinos, levantamos la carpa.

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