15 diciembre 2007

Capítulo VII: Curepto, el pueblo que no estaba en nuestro viaje

Después de una conversación con la almohada y los primeros giros a los pedales cuesta arriba (nuevamente), comprendí que exigir a mi compañero era una maldad suprema, ya que no sólo acarrea equipaje, sino que una gran cantidad de años... de experiencia. Sumiso ante tal reflexión preferí hacer un borrón y cuenta nueva y continuar el viaje.

En el sector de Las Lomas comenzaba una larga bajada. El ripio empezó a soltarse y a embancarse, y el reloj empezó a contar en mi contra. El camino era ancho, muy ancho. Las piedras eran grandes, muy grandes. El ripio estaba suelto, muy suelto. Atrás una camioneta con su ruido de motor hidrocarburado me dejó asustado, muy asustado. Izquierda, derecha, izquierda, derecha y la dirección hizo lo que quiso…

El golpe en el suelo fue seco. La inconsciencia fue presa de mí por al menos seis minutos. La sensación fue del todo extraña. No vi luz al final de un túnel ni nada por el estilo, por lo que supongo que Carlos estuvo muy lejos de perderme. Arriba de la camioneta que me asustó fui a parar al un centro asistencial ubicado en una antigua casa colonial, de paredes de adobe que ya hacía rato habían cumplido su vida útil. Día domingo y un ciclista temeroso revoluciona el rústico lugar, el cual a lo más, recibe un resfriado al año. Gladys, la paramédico, con una mano cuidaba a sus hijos, con otra cocinaba y con las energías que le quedaban me atendía en una improvisada camilla en el living de su casa.

Para resumir, seis puntos en la oreja; rodilla, cadera, hombro, codo, dos dedos de la mano, ceja y unos diez centímetros de la nuca, fueron las víctimas de la acción abrasiva del ripio. El mareo me invadía, parecía que el hachazo no me dejaría seguir. “¡Atento Las Lomas! ¡Atento Las Lomas!”, continuaba Gladys por una radio de mediano alcance. Repetía una y otra vez esa frase hasta que obtuvo respuesta. “Necesito una ambulancia”, oí decir. Tan solo un rato y ya me encontraba en una ambulancia rumbo al Hospital de Curepto. No era precisamente la Help, pero cumplía con el objetivo. Todo lo que tardamos en el día anterior en avanzar, lo desandamos en 20 minutos de viaje en ambulancia. Urgencia abrió sus puertas y entré. Me sentía protagonista de “Rescate 911”, lástima que no era el médico. Con la respiración agitada llegó súbitamente la doctora a cargo. No sé si mi mareo me distorsionaba las imágenes o qué, pero no creo que haya tenido más de 30 añitos, era hermosa y su sola presencia cumplía los efectos del mejor analgésico existente. Con lo machucado que estaba me debió examinar de pies a cabeza, para ver si tenía alguna fractura. Yo fingía dolor en algunas zonas sensibles, sólo para seguir sintiendo sus manos en mi cuerpo. Yo esperaba no tener fracturas, ya que aparte del equipaje, pedalear con yeso creo que hubiese sido un verdadero reto. No las tenía, decían las radiografías. Sin embargo me dejaron en observación hasta el día siguiente.

Con más cables que central telefónica, permanecí acostado. Mis brazos parecían coladero con tanto pinchazo y mi dieta era a base de suero. ¡Rico!

Carlos debió buscar alojamiento, no encontrando nada mejor que el “Pensionado del Hospital de Curepto”. El muy descriteriado me dejó en sala común todo machucado y malherido, acompañado de unos abuelitos que crujían más que bisagra sin aceite, mientras él se fue al pensionado. En la noche me percaté que a los abuelitos, más que darles remedios, había que reajustarlos, pues la sonajera que emitían no dejaba dormir.

Fue un día demasiado ajetreado. Mientras yo intentaba dormir junto a los abuelitos, pensaba en qué iba a ser del viaje de ahora en adelante. Carlos, eso mismo se lo susurraba al oído a la enfermera que lo cuidaba en el pensionado… ¡estaba realmente preocupado!

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