15 octubre 2007

Capítulo III: La herramienta ausente

Lentamente recorrimos el borde costero, notando como la salinidad del aire entraba por nuestros pulmones, hasta que tomamos el primer camino de tierra de todo el viaje. En general el camino que era bastante transitado, estaba en pésimas condiciones para nosotros los ciclistas. A diez kilómetros de Pichilemu se encuentra la playa Punta de Lobos, lugar donde disfrutamos de las aguas y el sol, como si estuviésemos en Hawaii.

Después de quedar con la piel color rojo italiano, nos fuimos hacia Cáhuil, donde a Carlos se le ocurrió invitarme una empanada frita. La verdad es que me quedan dudas si metieron las empanadas y luego calentaron el aceite o fue al revés, pero lo cierto es que las empanadas venían listas para estrujarlas. Era tan tóxico el aceite, que con lo poco que me quedó en los dedos, tras tocar el mapa, éste comenzó a borrarse y a formar una extensa mancha que traspasó por lo menos tres páginas; era realmente tóxico. En ese momento me sentí casi como el rey Midas, ya que todo lo que tocaba se corroía. El calor imperante aumentaba la asquerosa sensación de estar envuelto en cebo, ya que a estas alturas no sabía si lo que tenía entre mis dedos era verdaderamente aceite u otro material oleoso.

Estábamos en el mar, por lo que si queríamos seguir tendríamos que aventurarnos sobre las cuestas que se dibujaban en nuestro frente, para seguir rumbo sur. Al poco andar, el camino se transformó en un colchón suave de tierra y que luego las pendientes se perdieron para aparecer en suculentas bajadas ya a la llegada a Bucalemu. El camino era precioso, con los valles de la costa a nuestra izquierda y el mar a la derecha, vistos entremedio de los bosques que acompañaban la ruta. Pero las maravillas, para variar, no eran absolutas, ya que los preciosos bosques, no eran otra cosa que los autóctonos pinos.

Cuando se acercaban las bajadas me adelanté para obtener una distancia prudente, de tal forma de evitar que Carlos se montara sobre mí a la hora de un inesperado frenazo. De repente el paisaje me llamó a detener mi vehículo y esperar a Carlos, para apreciar esa magnífica panorámica. La espera comenzaba a hacerse eterna, cuando a lo lejos divisé la lentitud con la que se aproximaba hacia mí. Me sonrió y me dijo:

- Es que corté un rayo.

- ¿Y cuál es el problema? – le dije, pensando en las herramientas y repuestos que llevábamos.

- Es que es del lado del piñón.

- ¿Y cuál es el problema? – volví a interrogar.

- Es que se me quedó el extractor de piñón en Santiago.

Sentí que me cayó un balde de agua fría. Yo aún creo que lo hizo para acordarse de que la única herramienta que se le había quedado era precisamente el extractor de piñón. Si mi compañero es genial. Acarreaba el medio arsenal de repuestos y latas viejas y la herramienta que nos puede salvar de estar detenidos varios días, la deja en Santiago. No sé para qué trajo rayos, si ni siquiera los puede cambiar, yo creo que fue para llevar peso de más. Metidos a la vuelta de la loma, era hora de pensar en cómo salir de ese problema.

1 comentario:

MundoaParty dijo...

Eso comprueba una vez más que la Ley de Murphy existe XD

Saludos
Claudia

 
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