01 noviembre 2007

Capítulo IV: Una rueda menos y un compañero más

Al llegar a Bucalemu, nos enteramos que la gente también sale de vacaciones y no muy cerca precisamente. El punto es que el único mecánico que podría haber sacado la panne de Carlos, perdón de la bicicleta de Carlos, se encontraba a miles de kilómetros fuera del pueblo. Así que temprano en la mañana viajó rumbo a Paredones, otro diminuto pueblo ubicado al interior de la Cordillera (por supuesto que de la Costa, ya que de referirme a la de Los Andes, creo que aún estoy esperando la llegada de mi compañero). Yo me quedé asoleándome al interior de la carpa por largas horas. Afortunadamente el camping municipal, donde logramos pernoctar, lo teníamos para nosotros solos. Lo bueno de todo esto es que yo tenía el privilegio de tener el único baño turco de los alrededores, ya que al interior de la carpa es probable que mi peso haya disminuido en un buen par de kilos. Mi compañero tan relajado para todo, aseguró su regreso a eso del mediodía. Escuálido y sin almuerzo (ya que el que cocinaba era Carlos) me reencontré con él a eso de las siete de la tarde, hora propicia para tomar once. El almuerzo ya lo había dado por perdido. Como si fuera poco la rueda ni siquiera se la dejaron buena, ya que el mecánico, que era aún más viejo que mi compañero, con suerte veía. Ahora en un callejón sin salidas, a Carlos se le ocurrió hacerle trenzas a la rueda, ya que para más remate los rayos que llevaba eran considerablemente más largos que los que correspondían. A lo mejor creía que con el calor y la buena alimentación, las ruedas podrían crecer. Si las compras santiaguinas lo vuelven loco.

Ya al atardecer llegó al camping otro “cicloturista”. Se llamaba José y tenía más años que el mecánico y Carlos juntos. Era increíble. Su bicicleta era roja, con tintes anaranjados producto del óxido que llevaba en todos los pernos y rodamientos. La bicicleta apenas se paraba y él a duras penas lo hacía también. Por momentos me recordaba el huaso que jamás pude alcanzar en mi alocada carrera a Pichilemu. José llevaba como meta visitar a su hija en Osorno quién lo esperaba para los funerales de su hermano, aunque se demorara todo el verano y del muerto quedara sólo el féretro. La ruta planificada por José coincidía con la de nosotros. Tal como es de imaginar, por ningún motivo lo invitamos a pedalear con nosotros. No es que nos cayera mal, pero con los posibles problemas mecánicos que tuviera y lo lento de su desarrollo, preferimos pasar por alto la coincidencia de las rutas. José representaba al tierno y sereno abuelito. Su equipaje no era más que una harapienta carpa, un cuchillo todo terreno, una tetera negra y una caja de fósforos para prender la fogata que calentaba todas sus noches. Tímidamente se acercó a nosotros en pos de conseguir ayuda para arreglar los frenos que llevaba cortados. Quisimos ayudarlo, pero el óxido pudo más que nosotros y en esa bicicleta era imposible soltar o apretar algo. Durante el viaje José tendría que seguir usando sus gastadas zapatillas para poder frenar, mientras nosotros seguiríamos intentando reparar una rueda que se resistía a seguir rodando.

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