01 abril 2007

Licencia caducada

Andar por las calles santiaguinas se ha transformado en una verdadera proeza. La gente ya no conduce como antes, anda más sulfurada o más distraída, pero lo cierto es que por este motivo yo he debido cambiar mi forma de conducir, por una más defensiva, olvidando por completo el disfrutar del paisaje.
Recuerdo un día en que avanzaba sigilosamente junto a la “Bleu” por calle Curicó, por un lugar que hasta ese entonces creía seguro, me refiero a la pista de uso casi exclusivo para motos, digo casi, porque del hecho que yo transite por ella arriba de una bicicleta, ya deja de ser exclusivo. Poco antes de llegar a Lira la calle presenta una pequeña curva, casi ínfima pero que bastó para pasar un susto y encontrarme con una tremenda sorpresa.
Como es habitual, avanzaba acompañado de muchos automóviles que se sucedían uno tras otro. Tranquilamente me rebasaban, mientras yo tranquilamente paseaba. Al llegar a la famosa curva, el vehículo a mi lado prefirió seguir derecho, arrinconándome contra la cuneta, obligándome a frenar y golpear desesperadamente el vidrio para que el auto enderezara su cauce, por su bien delimitado carril. Ante el escándalo, el vehículo se enderezó y siguió. Yo, no conforme con ello, apreté carrera hacia ese infame individuo, que todavía no le conocía el rostro. Después de dos cuadras le di alcance encontrándome con la tremenda sorpresa.
Sutilmente golpeo el vidrio para conversar, no se trataba ni de la contingencia nacional ni tampoco era una encuesta sobre el shampoo que usaba, como pensó aquel conductor. Después de haber bajado el vidrio, procedo a explicarle agitádamente, producto de la carrera emprendida, el descuido cometido hacia mi frágil persona en aquella curva. En ese momento me percaté que la persona que conducía era un tierno abuelito, intentando revivir aquellos años mozos en que salía a pasear con la vieja. Ganas me dieron de aterrizarlo y decirle que el campo hace muchos años que dejó de ser parte de Santiago Centro y que a lo más queda gente huasa como él.
El querido abuelito sin una gota de arrepentimiento, y ante mi total asombro, me empezó a retar e increpar por no tener compasión con el pobre viejito que conducía. Se excusó que era jubilado y que más encima ya no veía nada producto de los años. Ante ello era lógico que mi maldad no tenía perdón, ¿cómo se me ocurría agredir verbalmente a un jubilado que casi me atropella por no tener la visión en buenas condiciones? Era el colmo mi desatino.
Después de esa conversación ya no quedaba nada más que hacer, más que seguir de forma resignada hacia delante.
Completamente perplejos, retomamos el diálogo que traía con la “Bleu”. Hilvanando ideas llegamos a la conclusión de que se debe crear una nueva clase de licencias que le permitan a los “abuelitos” salir a pasear como en los años mozos sin tener la obligación, por lo conflictivo que resulta para ellos, de respetar lo que en sus tiempos fue un juguete y hoy es un vehículo: la bicicleta.
Como los “abuelitos” deberían tener licencia clase jubilada, creo que sería injusto no proveer algún respaldo a personas que conducen en situaciones adversas, como los ebrios, a los discapacitados, niños, esquizofrénicos... y quien sabe a quien.
¿Se habrá dado cuenta el “abuelito” que conducía un auto y no una calesa victoriana?

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