02 febrero 2007

El adiós de un forajido


Sábado 5:00 de la mañana, hora de levantarse. Rápidamente había que hacer los preparativos para el arduo viaje a Baños Morales, ubicado en medio de la montaña. Me tenía que apurar pues a las 7:00 en punto salía la minivan, que en realidad era una camioneta de carga que nada tenía de confortable, que nos alejaría de la ciudad sin esperar a nadie, ya que eso era lo acordado. Dicho y hecho, a las 8:00 salimos. Era lógico, sólo somos una tropa de ciclistas que nada sabemos de puntualidad. El viaje era largo. Entre aventuras y desventuras todo era más ameno. Yo con pulmones bien hinchados contaba mis hazañas como patiperro cicletudo; a esa altura me creía la reina del festival. Después de hacer una escala en San José de Maipo para recoger víveres nos aprestamos a llegar a San Gabriel, lugar donde está carabineros y dónde termina el asfalto. En ese instante se decidió bajar a tres ciclistas para pasar la comisaría, ya que los señores carabineros nos podían decir algo (no sé que, pero algo).

Después de una ardua pedaleada de 200 metros noté que algo andaba mal (cosa que oculté, por la reputación). Mi respiración agitada acusó un pequeño cansancio, mínimo claro, pero que a la postre se transformaría en una constante. Agradecí volver a la camioneta.
A poco andar por tierra comenzamos a sentirnos grandes, más poderosos. Veíamos como nuestros cuerpos comenzaban a crecer al interior de la camioneta, casi no cabíamos. Muy orgullosos de nuestra nueva realidad nos percatamos que no habíamos crecido, sino que el techo había cedido producto del peso de las bicicletas. Paramos. Miramos. Había que desabollar. Con sofisticadas herramientas como piedras, cámaras de bici y hasta una señalética que nos fue prestada por el camino, se logró estabilizar y enderezar el techo.
Ya en la bicicleta, al comenzar el descenso noté como se licuaban mis piedras gástricas, mis sesos se revolvían y mis ojos se desorbitaban, a causa del duro ripio del camino. Al poco rato noté que no era hombre punta. Con mi principio de párkinson no era mucho el tiempo que me quedaba para preocuparme de mi ubicación. Con resignación esperé el asfalto, donde creía que podía rendir más. Al hacer un descanso analicé a mis competidores: estaban intactos, y yo tenía las piernas como gelatina y principio de tendinitis. Para colmo casi volé sobre un camión estacionado, que casi me hace seguir de largo en un puente en curva.
Ya en el pavimento parecíamos dos los escollos a superar (digo parecíamos porque luego verán que era uno sólo) y de hecho partimos en punta. Al cabo de un tiempo comencé a ver como la rueda trasera de mi compañero se despegaba de mi rueda delantera. Con una gran amargura, en ese momento quise sacar un pañuelo blanco al viento y gritar ¡ADIOS! Pero en fin, había que seguir. Después de ese desmoronamiento emocional comencé a sentirme reventado. Al rato me volvieron a sobrepasar sin poder poner resistencia. Iba tercero, aún el podio me pertenecía, pero una ilusión mágica me lo quitó. Primero fue por el espejo y luego un rápido "ahora lo ves, ahora no lo ves". De esta forma me volvieron a adelantar. Rápidamente reaccioné: eran los tres que iban en punta en el descenso, así que estaba bien. El problema surgió cuando me siguieron rebasando, lo cual no tenía razón de ser. En resumen, a San José llegué octavo, entre ocho, recogiendo el ego que se me había desparramado por el suelo.
Las piedras en un comienzo, luego el viento, las alforjas, el sol, el frío, el calor e incluso capricho, fueron las excusas para justificar lo injustificable. Felipín Bombín había sido destronado.

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