01 abril 2008

Capítulo XIV: Almuerzo a la chilena

El dormir en cama después de algunas semanas hace perder toda noción del tiempo. Desperté cuando la tía Juanita se aprestaba a servir el almuerzo y Carlos regresaba de haber ido a comprar el pan. La tía nos quería regalonear con un buen almuerzo chileno: para comenzar una tradicional alcachofa, luego un suculento plato de porotos granados y de postre unas ricas peritas con harina tostada.

El almuerzo estuvo delicioso dejando la “guatita llena” y por supuesto, “el corazón contento”.

Para la tarde le sugerí a Carlos salir a estirar las piernas en nuestras bicicletas, sugerencia que aceptó sin reproches porque sabía que de ahora en más, sólo poseería voz y no voto, ante su falta de acciones en esta empresa.

Cuando ya viajábamos en ruta, el viento comenzó a pegar fuerte en la cara. En castigo y tras otra arbitraria decisión, puse a Carlos a pedalear encarando el viento mientras yo me refugiaba tras su rueda trasera. No pasó mucho tiempo pedaleando de esta forma, cuando de sopetón se me viene a la cara una nube de aire espeso, gris y nebuloso que me obligó a toser en señal de ahogo y sentir náuseas ante ese horrendo panorama. Inmediatamente se me vinieron a la cabeza la alcachofa, los porotos y las peritas, imaginando los desastrosos efectos que estaban ocasionando en mi compañero de ruta. Pensé, “ese desgraciado no fue capaz de avisarme para alejarme de su mira telescópica, lanzando ese certero disparo a quema ropa impactando de lleno en mi rostro”. Al detenernos, Carlos me ve pálido y con ganas de vomitar.

- ¿Qué te ocurre? Toma agua – expresó cínicamente.

- Es que no aguanto – le dije con un rostro seco, intentando expresarle mi enojo.

- Yo estoy igual.

- ¡Cómo! ¿No has sido tú el del olor? – le pregunté asombrado.

En ese momento se largó a reír apuntando hacia un cartel que decía “Bienvenidos a Talcahuano”. Recién comencé a entenderlo todo, debiendo tragarme todas las maldiciones que le había tirado. El olor que nos atormentaba era típico de esa ciudad, era producto de la industria de pescados que mantenía ese rancio aroma por todas sus calles.

Resignados ante el olor a pescado y tras una visita rápida por la ciudad, preferimos regresar a Concepción, arrancando del olor a pescado.

Íbamos en esas, cuando un tipo salido de la nada me desafió a correr. Sin pensarlo dos veces, apreté el turbo y lo dejé botado. Corrí tanto que lo perdí de vista. Mi ego estaba por las nubes. Lo malo era que Carlos también había quedado fuera del alcance de mi vista y en estos momentos se encontraba perdido, ya que por un tema de monopolio de la información, yo era el único que conocía la dirección de la casa.

No tengo la menor idea como lo hizo, pero cuando llegué a casa, Carlos se encontraba descansando. Deben haber sido las proteínas y el hierro del almuerzo las que le dieron las fuerzas suficientes para llegar y algún tipo de brujería que le hizo adivinar la dirección.

No le di más vueltas al tema ya que mis necesidades biológicas requerían urgente de una cita con el baño, ya que ahora sí el almuerzo me tenía en apuros. Carlos se largó a reír nuevamente cuando me vio leer en la puerta del baño: ¡Clausurado! El muy desgraciado hasta tiempo de ir al baño tuvo, haciendo de él un verdadero polvorín. Con una cara de derrota, debí ingresar al baño reconociendo que Carlos me había jodido.


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