15 septiembre 2007

Capítulo I: Un duro comienzo

- ¿A qué hora nos juntamos?

- Lo más temprano posible, para aprovechar el día – me respondió mi compañero de rutas.

- Sería bueno que nos viéramos antes para ver que va a llevar cada uno – le dije

- ¿Te parece a la medianoche del día anterior?

- No me queda otra – acepté resignado, recordando lo improvisado de la anterior aventura.

Acordamos llevar una serie de cosas como repuestos, comida y ropa de abrigo. Al día siguiente nos debíamos juntar a eso de las siete de la mañana para huir de las angustiantes calles santiaguinas.

Temprano un día lunes comenzó la aventura. Una hora más tarde de la señalada apareció mi senil compañero. Comenzamos a pedalear por Santiago en una actitud completamente diferente a la del resto de los días del año. Ahora éramos cicloturistas y más encima nos creíamos el cuento. El camino para salir de Santiago era horrible. Todos corriendo en sus vehículos motorizados, amedrentando a los frágiles cicloturistas que transitaban por el espacio propio de los poco amigables hidrocarburados, que ni siquiera tienen compasión por la falta de berma. Al parecer esa es la tónica de todas las rutas que salen de Santiago. Se podría entender que Santiago es tan amigable de las bicicletas que les hace la tarea difícil a quienes intentan huir de ella, poniendo caminos sin berma y permitiendo que la velocidad se apodere de los somnolientos conductores matutinos.

Padre Hurtado, Malloco, Peñaflor y finalmente Talagante, marcaron el rumbo del primer tramo de nuestro aventurado viaje. Melipilla parecía ser nuestra próxima plaza y hora de almuerzo. No sé que es lo que realmente ocurrió, pero ese tramo, más corto que el anterior, se me hizo eterno, más aún la entrada a la ciudad, en la cual a pocos metros de ella lo que parecía ser un espejismo, se transformó en el desborde de un canal, por el cual gracias al auspicio de los señores automovilistas, quedé realmente empapado y casi montado sobre mi compañero quién en un acto reflejo, vio agua y frenó, olvidándose del accionar de equipo y olvidándose que yo venía a tan sólo un par de centímetros de su rueda. ¡Ese es trabajo en equipo!

Los primeros curiosos comenzaban a preguntar tímidamente de donde veníamos y nosotros más tímidos aún, respondíamos que tan sólo de Santiago. Pero cuando veíamos la cara de frustración en las personas, lanzábamos desafiante nuestra meta: Puerto Montt. Debo reconocer que no siempre estuve muy convencido.

Con muchas subidas y bajadas continuamos rumbo al sur. La agradable pendiente se había vuelto en contra y lentamente comenzábamos en encaramarnos sobre la Cordillera de La Costa. Cuando las piernas no daban más y el sueño comenzaba a pasar la cuenta, llegamos al pueblo fantasma, donde la gente no se ve y las calles son todo un desierto. La suave brisa del atardecer levantaba polvo que se mezclaba con el suave silbido del viento que recorría los angostos callejones del lugar. Lo solitario del lugar me instó a dormir. Llegué a roncar del placer de mis sueños. Mis ronquidos irrumpían la tranquilidad del lugar hasta que desperté rodeado de gente extraña que se abalanzaba sobre mí, exigiendo una explicación por mi descuidada forma de dormir. Mis sueños me tenían casi desnudo, peleando ante el inmortal ser invisible, provocando el escándalo y la reacción del que parecía ser el desolado pueblo de San Pedro. Sin derecho a dar explicaciones fuimos expulsados del pueblo debiendo pedalear en busca de un sitio eriazo donde poder pasar la noche.


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