Capítulo X: Entre quesos y rancheras
Al despertar tenía la curiosidad de saber cual sería nuestro próximo destino. Con mapa en mano, el nombre que se cruzaba en la ruta era Chanco. Nunca había oído nada de él, pero ya me imaginaba al interior de un pueblo amarillo lleno de agujeros con apariencia de queso y con su gente con paletas dentales prominentes y largos bigotes. El sólo hecho de pensar en ello ya me había abierto el apetito y la curiosidad por ir al pueblo del queso. Pero también me molestaba la idea de estar dentro de un pueblo hediondo a “pata”. Me imaginaba las calles con nombres como “Gauda”, “Gruyere”, “Mantecoso”, “Roquefort”, etc., calles y casas de queso, ¡todo de queso!
Después de cruzar fuertes lomajes bajo el fuerte calor del sol, llegamos a Chanco. Por el calor reinante, pensé que el pueblo pudiese haber estado fundido, pero la verdad es que de queso, el puro nombre. No había ni ratones caminando por las calles ni árboles de queso o casas y caminos de queso. Todo era normal, más normal de lo que hubiese querido. Suspiré de decepción y fui en busca de agua.
Mientras caminaba por el pueblo en busca de agua, me tope con letreros que anunciaban para esa noche la inauguración de la fiesta de la “Ranchera”. Resulta que este pueblo con nombre de queso es famoso por su concurso de Rancheras. No lo podía creer, me sentía un verdadero cuate. La gente nos saludaba amistosamente invitándonos a la fiesta de esa noche. Yo no quería bailar Rancheras, sólo quería un trocito de queso. Era como estar en un distrito mexicano, hasta el ¡órale! se pegaba. Era todo muy surrealista.
Mientras todos dormían la siesta y sin quesos ni rancheras, preferimos huir de ese extraño pueblo. La salida fue a través de una larga cuesta hacia
Mientras Cauquenes fue sólo un suspiro, Chanco quedó guardado en los recuerdos ya sea por el queso que no nunca hubo o por las rancheras que nunca bailamos.
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