01 diciembre 2007

Capítulo VI: Juntos pero no revueltos

Ya estaba bueno de andar perdidos, así que nos levantamos para conocer el Lago Vichuquén y emprendimos rumbo al mar. Las subidas al salir del lago eran de los mil infiernos, pero no logré bajarme jamás de la bicicleta. Cuesta tras cuesta, casi me apuné. Esperar a Carlos era más aburrido que esperar en el dentista. Media hora de espera y sin siquiera una revista. Pero ya estaba todo un oriental. Mi paciencia era única y mi esperanza de que se apurara un poco, aún permanecía intacta. Hasta que el mar apareció en su inmensidad. Vistas preciosas acompañaban el dar y dar vueltas a las ruedas. Lipimávida, Duao e Iloca, fueron parte de nuestro circuito playero.

Con más arena que una almeja, nos fuimos tras el puente Lautaro, donde debíamos cruzar el río Mataquito. En el camino nos topamos con cerca de quince ciclistas que iban rumbo a Curepto, o sea, la misma ruta nuestra. Nos costó darles alcance. El viento en contra, impresionante. Uno a uno los fuimos pasando. Hasta que nos acercamos al líder. Parecía pez. Se nos resbalaba sin poderlo pillar. Las energías ya estaban en mi límite. Sólo podría ponerme en la cola, pero no pasarlo. Por mi lado veo pasar a Carlos, que lo traía pegado a mí, y con un gesto me señaló la maniobra a realizar. En un dos por tres, lo pasamos y seguimos. El ciclista rural seguía firme atrás de nosotros. ¿No habrá sido hijo del huaso? Carlos sólo pudo ayudarme a adelantar, por lo que ahora todo dependería de mí. Y así fue, permití que me volvieran adelantar y me pegué a la cola. Después de haber descansado y ver la proximidad del puente, me fui en busca del primer lugar de la competencia más individual que pudo existir, ya que era sólo yo el que sabía que estábamos compitiendo. Lo pasé, le saqué una ventaja considerable y lo esperé en señal de amistad. En realidad fue porque ya no daba más y llevaba la lengua como corbata. Conversamos y en la mitad del puente esperamos a nuestros compañeros. El viento era atroz. Casi no nos podíamos mantener en pie. Después de un rato de descanso llegó el momento de separarse y continuar con los rumbos de cada uno.

Del puente a La Trinchera el camino volvió a ser de tierra. En un comienzo todo plano, hasta que un cartel señala la presencia de cuestas. - Anda no más, yo te alcanzo arriba – me expresó mi compañero. Era entendible, él caminaría mientras yo pedalearía. Después de media hora de espera en la cumbre comencé a preocuparme. No aparecía y la noche me empezaba a envolver.

Después de bajar lentamente con la tenue luz de la linterna alguien me llama. No son los ángeles. Más bien se parecía al llamado del demonio. Seguí escuchando el llamado, cuando en una pequeña planicie divisé una especie de campamento. Me acerqué y descubrí que no estaba tan equivocado con la interpretación del sonido. No se trataba de ningún gitano, aunque lo parecía, era Carlitos, el mismo que yo creía parte del trabajo en equipo, quien a esas alturas se parecía más al demonio que a los mismos ángeles. No es que le tuviera rencor o algo por el estilo, pero el solo hecho de acordarme que tendría que subir por segunda vez la cuesta “El Colorado” me dejaba refunfuñando. Carlos, casi jocosamente, me contó el por qué no siguió pedaleando argumentando una descompensación anímica ante semejante cuesta, por lo que democráticamente se consultó y decidió dormir con su saco debajo de un árbol a la espera de encontrarme al día siguiente. Su confesión fue emocionante y sobrecogedora. En realidad fue trágica. Fue la primera noche que casi dormíamos separados. No le quería hablar, estaba realmente enojado, por lo que democráticamente me consulté y decidí que él debería dormir a la intemperie, separados como él así lo había decidido.

Esto era la guerra. Ni agua le convidé. Desde ahora viajaríamos juntos pero no revueltos.

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